
Hace unos pocos días asistí a una representación, una más, del clásico de Arthur Miller, Todos eran mis hijos, por el Teatre Lliure, dirigida por David Selvas e interpretada en su papel principal por Jordi Bosch.
En poco más de dos horas, una sala llena hasta la última butaca, revivió en un silencio sobrecogedor, casi sin respirar, la historia de ese fabricante de armas norteamericano, condenado por entregar unas piezas de avión defectuosas que causaron la muerte de una veintena de jóvenes pilotos. Él fue juzgado y absuelto al poder demostrar que estaba ausente de la fábrica por enfermedad, pero su socio sigue en la cárcel como único culpable. En ese momento, años después de acabar la guerra (la segunda mundial) comienza la acción teatral.
El autor presenta una cordial familia unida y aceptada por sus vecinos, en el momento de la llegada de la antigua novia de uno de los dos hijos, desaparecido en combate. Sin embargo, la madre se obstina en asegurar que su hijo vive y volverá, por eso se niega a aceptar que la joven y su otro hijo se casen; para ella su hijo volverá y su novia debe esperar.
La situación se enrarece con la llegada del hermano de la joven e hijo del condenado, al que acaba de visitar en la cárcel. Este sigue afirmando que recibió órdenes telefónicas de su socio, tan culpable como él, pero no le creyeron.
La tensión crece, las voces suben de tono, se cruzan acusaciones, surgen dudas y preguntas. Se pronuncian más palabras de las que se deseaban decir... Al final, se revela la carta que el piloto escribió a su novia en vísperas de su voluntaria desaparición, empujado por la vergüenza y el horror que siente por las acciones de su padre, del que reniega.
En este momento se derriban todos los muros: la esperanza de la madre, la autodefensa del padre que se escuda en que no es responsable de la muerte del hijo, pues este no pilotó nunca ese modelo de avión. Caen las mentiras entre las que se blindó ese comerciante corrupto, que ante las palabras del hijo muerto reconoce su culpabilidad y ve con horror que, en realidad, aquellos jóvenes pilotos, “todos eran sus hijos”.
En estos días, con la guerra y su horror otra vez cerca, esta obra nos remueve más allá de la satisfacción de una puesta en escena impecable. Nos remueve porque reconocemos en los personajes las mismas actitudes de hoy: corrupción, cobardía, mentira, indiferencia...
Quedémonos con las palabras del protagonista, unidas a las que incesantemente nos repite el papa Francisco, desde hace años. Todos somos hermanos.
María Jesús Ramos Narro